En los templos budistas de Corea la comida se concibe como un medio para limpiar la mente. A través de los alimentos, uno busca aumentar la paz mental abandonando los deseos y posesiones materiales. Por tanto, comer en un templo se considera una práctica espiritual para alcanzar una mente pura.
Participantes del programa Estancia en el Templo (Temple Stay) Naeso del condado de Buan, provincia de Jeolla del Norte, degustan una comida monástica formal. Unos 130 templos budistas en todo el país participan en el programa Temple Stay, que ofrece al público la oportunidad de experimentar la vida cotidiana de los monjes.
Cuando era niño acompañaba a mi madre a un templo a una hora de camino de casa. En aquellas ocasiones mi madre llevaba granos cultivados en los campos por ella misma para entregar una ofrenda a Buda. En los tres días previos a la cita, ella elegía con cuidado todo lo que comía y excluía todo tipo de carne. Cuando finalmente llegaba el día, se despertaba al amanecer, se lavaba el pelo y se bañaba. Era muy meticulosa en ese proceso, como si tratara de expulsar toda la energía negativa adherida a su cuerpo y a su mente. Ya en el templo, se postraba ante el Buda y susurraba sus deseos.
Aunque por aquel entonces yo era muy joven, no me suponía un trastorno despertarme al amanecer y prepararme. El motivo era en parte la comida del templo. El primer sabor que recuerdo es el de las gachas de judías rojas. El patjuk, elaborado con arroz cocido en el líquido de los frijoles rojos que habían sido hervidos, triturados y colados, estaba delicioso. También eran bonitas y sabrosas las bolas de arroz pegajosas en forma de huevos de ave, hechas de masa de arroz glutinoso, que llevaba ese plato. El recuerdo de recibir un bol con estas gachas y comerlo sentado junto a mi madre todavía permanece relativamente claro en mi mente. Las gachas de judías rojas se comen en los templos porque se cree que el color rojizo repele los espíritus malignos y la energía negativa, además de brindar protección contra desastres inesperados. Aparte de esta receta, a veces comíamos fideos (guksu) o arroz al vapor caliente mezclado con varias verduras (bibimbap).
No obstante, para mi paladar infantil la comida del templo se quedaba, en general, corta de sabor. No había carne y los ingredientes no eran ni dulces ni salados ni picantes, por lo que el tiempo que dedicábamos a comer se me hacía largo y la comida bastante tediosa. Pasó mucho tiempo antes de que desarrollara el gusto por esa comida tan suave.
Simplicidad extrema
Como adulto acabé acudiendo a los templos por muchas razones. A veces era para hablar con los monjes ancianos o para escribir un artículo en un periódico sobre un determinado templo, y otras simplemente para hacer un receso de la vida cotidiana y relajar mi cuerpo y mi mente. Al regresar de esos lugares siempre sentía que tanto mi cuerpo como mi mente estaban más limpios, mi pensamiento se había expandido y mis deseos mundanos mermaban.
A medida que las visitas se hacían más frecuentes, me di cuenta de que el mantenimiento de cualquier templo requiere un buen número de tareas que se dividen entre los monjes. Uno de ellos se encarga de gestionar la limpieza general, otro elabora té y los demás monjes cultivan la huerta, atienden el agua potable, encienden fogatas o cocinan. Entre todos realizan estas y muchas otras tareas de forma ordenada.
En cuanto a la comida, los templos son casi autosuficientes. Prácticamente todo se obtiene del trabajo de los monjes. “Un día sin trabajo es un día sin comida” es un dicho que se transmite en los templos budistas coreanos. En una de mis visitas a uno de ellos encontré a todos los monjes con las mangas enrolladas haciendo kimchi. Otro día estaban machacando semillas de soja hervidas a las que daban forma de bloques, que luego colgaban para fermentar y secar.
Recuerdo lo sorprendido que quedé después de leer un artículo sobre las salas de meditación que usan los monjes para concentrarse en la práctica espiritual. Me reproché a mí mismo al pensar en la desproporcionada escala y alcance de mis posesiones. Cada verano e invierno los monjes coreanos se reúnen para un retiro de tres meses en los centros de meditación de los templos, llamados seonwon. Durante el retiro, en los templos se presta especial atención a garantizar que los monjes puedan dedicarse por completo a la práctica espiritual.
Según el citado artículo, las reglas estipulan que la cabeza ha de mantenerse fresca y los pies calientes, así como consumir alimentos hasta que el comensal solo esté satisfecho en un 80%, nunca completamente lleno. Me asombró la escasa cantidad de comida que consumen: en el caso del grano básico solo llega a un tazón, o aproximadamente 425 gramos por persona y día. Comen gachas para el desayuno, arroz cocinado para el almuerzo y arroz de grano mixto en la cena. En el caso de los platos acompañantes, en su mayoría toman verduras y ocasionalmente disfrutan de una porción de cuajada de frijoles, algas o wakame. Es una dieta extremadamente simple. Además, mantienen el ayuno entre comidas.
Una mente despojada de codicia
Uno de los monjes budistas más respetados por el pueblo coreano fue el Venerable Seongcheol (1912–1993). Las frases que dejó para la posteridad, como “Mírate bien”, “Ayuda a los demás sin que otros lo sepan” o “Reza por los demás” son claras, simples y de profunda resonancia. Durante ocho años se involucró en la práctica meditativa conocida como “estar sentado por mucho tiempo sin recostarse”, lo que significa que nunca se echaba a dormir, y no abandonó el recinto de su templo durante 10 años. Cuando murió todo lo que dejó atrás fue su túnica monástica, gastada y remendada una y otra vez, un par de zapatos de goma negros y un bastón. Su dieta reflejaba su vida. Un compañero de Seongcheol que pasó mucho tiempo con él describía su forma de comer de la siguiente manera:
“El Venerable Seongcheol comía cosas muy simples. Seguía una dieta sin sal, por lo que no había necesidad de esforzarse por sazonar adecuadamente los alimentos. Las únicas guarniciones que tomaba eran cinco o seis ramitas de artemisa, cinco rodajas de zanahoria de 1 a 3 mm de grosor y una cucharada de frijoles hervidos en salsa de soja. El plato principal de la comida era una porción pequeña, como para un niño, de arroz y sopa que contenía patatas y zanahorias cortadas en juliana. Para el desayuno ingería medio tazón de gachas de arroz”.
En resumen, las comidas diarias del Venerable Seongcheol respondían al concepto de minimizar. Aunque comía las hojas, los tallos y los frutos de las plantas, limitaba la cantidad y nunca ingería lo suficiente como para sentirse lleno. Uno se pregunta si la cantidad de alimentos que tomaba era suficiente como para mantenerse sano. Trataba cada comida como una medicina para la práctica espiritual y sólo comía lo suficiente para mantener su cuerpo. Creía que desear la comida era pensar como un ladrón. Además, como el deseo de comer conduce a la pereza, también estaba atento a no caer en esa tentación.
En la mayoría de los templos, el pilar de la entrada delantera tiene la siguiente inscripción: “Cuando entres al templo por esta puerta, deshazte de todo lo que sabes”. Se trata de un mandato para dejar de lado toda discriminación, vanidad y malos sentimientos. Los templos budistas son lugares para limpiar la mente. De ser así, ¿cómo se ve la mente después de limpiarla? ¿Qué le ocurre a una mente invertida cuando se corrige? Se transforma en una mente amplia, limpia, veraz, respetuosa con otras formas de vida, generosa y libre de deseo. Para lograr esto debemos simplificar todo lo relacionado con nuestra comida, alojamiento y ropa. Esta tradición se ha mantenido a lo largo de los siglos y, siempre que se ha enfrentado al peligro de deterioro o colapso, los monjes se han movilizado y dado una respuesta. Para restaurar la comunidad monástica a un estado de limpieza se han comprometido con la auto-purificación. La extracción de agua, el corte de la leña y la siembra de semillas en los campos para garantizar la autosuficiencia de los templos son tareas fundamentales para esta auto-purificación.
Una mañana en la que el frío del invierno azotaba con violencia mi cuerpo, comí arroz y unos pocos platos acompañantes en silencio total. Me concentré en comer y vi mi cuerpo desnudo y mi mente limpia, masticando y aceptando la comida.
Una parte esencial de los programas Temple Stay es la ceremonia budista del té. Consiste en degustar té mientras se escucha un sermón, al que sigue un debate. Es una singular ocasión para la gente común de entrar en contacto con los monjes que habitan en templos de montaña.
Las reglas de las comidas
Existen ciertas reglas que rigen las comidas en los templos donde, por norma, los ingredientes son limitados y las porciones pequeñas. Las comidas se deben disfrutar en silencio, de modo que no se permite hablar en vano. Todo se enfoca en el acto de comer. En esta línea, resultaron una experiencia muy especial las comidas de la mañana que tomé en el Templo de Woljeong en el monte Odae de la provincia de Gangwon y en el templo Hwaeom en el monte Jiri de la provincia de Jeolla del Sur. Una mañana en la que el frío del invierno azotaba con violencia mi cuerpo, comí arroz y unos pocos platos acompañantes en silencio total. Me concentré en comer y vi mi cuerpo desnudo y mi mente limpia masticando y aceptando la comida. De pronto, pensé: “¿cuál es para mí el sentido de nacer y vivir en este mundo?” Las lágrimas brotaron de mis ojos.
‘Admoniciones para nuevos monjes’ (Gye chosim hagin mun) es un libro del monje Jinul de la era de Goryeo (1158–1210) que aporta a los religiosos instrucciones sobre la vida en el monasterio. En él se mencionan las normas de la comida:
“No hagas ruido mientras bebes y masticas tus alimentos durante las comidas. Al recoger y dejar la comida asegúrate de hacerlo con cuidado. No levantes la cabeza ni mires a tu alrededor. No establezcas preferencias entre los alimentos sabrosos y los alimentos que no lo son o no te gustan. Come en silencio sin hablar y sin dejar que los pensamientos ociosos entren en tu cabeza y, date cuenta de que recibir comida y comerla es la forma de evitar que tu cuerpo se desperdicie y de lograr el despertar”.
De vez en cuando los templos preparan comida especial para los monjes. He tenido la suerte de probar esas delicias en varias ocasiones. En los días más calurosos de verano esos platos incluyen fideos o copos de masa en sopa (sujebi) hecha con patatas, así como arroz glutinoso cocido y pegajoso (chapssalbap).
De las recetas de templo que he probado, recuerdo en particular por su buen sabor los rábanos sazonados en otoño, recogidos en un día de verano y mojados con un poco de agua fría (jjanji); el estofado de pasta de soja hecho con hojas de calabaza recolectadas antes de la primera helada (hobangnip doenjang guk); las guarniciones elaboradas a base de rábano seco; y las raíces de loto y bardana fritas o hervidas en salsa de soja.
El espíritu de la comida
Además de la comida me gusta el té que sirven los monjes. Un día de primavera de hace unos años, cuando visité el templo de Silsang en Namwon, en la provincia de Jeolla del Norte, un monje que trabajaba en el campo me saludó efusivamente y me ofreció una taza de té verde con un pequeño capullo de flor de ciruelo flotando encima. El olor de aquel té aún me acompaña.
La comida del templo se está volviendo cada vez más popular a día de hoy. Es bueno que la gente intente no comer en exceso y resistirse a los antojos de alimentos procesados. También es bueno observar que en el centro de las ciudades surgen restaurantes que sirven comida de templo, y que las personas están aprendiendo a cocinar este tipo de recetas e incluso han comenzado a prepararlas en casa.
Una comida en un templo es básicamente un plato en el que los ingredientes se obtienen de otros seres vivos, pero de forma que les perjudique lo menos posible. Es por eso que la carne está prohibida. Está escrito en los sutras que “toda la tierra y el agua son mis cuerpos pasados, y mi sustancia es el fuego y el viento”. A partir de esa premisa se puede intuir la visión budista de los alimentos que comemos.
En ocasiones, cuando siento mi ser interior como un espejo cubierto de polvo, o cuando percibo que mis deseos se vuelven demasiado grandes e insaciables, viajo a un templo en las montañas para meditar. Frente a una comida plana y sencilla observo arrepentido mis pensamientos codiciosos y mundanos, que se extienden frente a mí como una enredadera. Cuando me siento en un lugar limpio en un templo y medito con calma, acabo desterrando la locura del deseo.