Hay un templo budista muy antiguo en Yeongju, mi ciudad natal. Su nombre recuerda a una misteriosa “piedra flotante” (buseok), relacionada con los cimientos del templo, forjados en el siglo VII.
Mi abuela, aunque no era creyente “de pleno derecho”, frecuentaba el templo de Buseok para pedir por la felicidad de sus hijos, y especialmente por mí, su nieto mayor. En el cumpleaños de Buda, en mayo, solía acompañarla. Eso requería caminar 10 li (4 km) hasta el mercado de Buseok, y otros 10 li por una carretera del solitario valle.
© Ahn Hong-beom
El recorrido se complicaba en la puerta principal del templo, de un solo pilar. Un letrero que anunciaba ‘Templo Buseok, monte Taebaek’ marcaba el límite del mundo secular. Desde allí, aguardaba un largo camino cuesta arriba rodeado de árboles de ginkgo y huertos de manzanos. A continuación, llegábamos a la Puerta de los Reyes Celestiales, tras pasar dos pabellones de campanas, ligeramente apartados, y más escaleras de piedra. Lo siguiente en aparecer era el Salón del Paraíso. El número de escalones hasta ese punto eran 108, el número de kleshas o aflicciones que atormentan la mente. Pasando por debajo del pabellón y subiendo más escaleras, salíamos inmediatamente al patio, frente a una antigua linterna de piedra. Detrás estaba el Salón de la Vida Infinita, con una acogedora vista desde la esquina de sus aleros, que parecían listos para volar. Como fiel seguidor de mi abuela, siempre entraba por la puerta lateral y me inclinaba tres veces ante el Buda Amitabha.
Detrás de esa sala, a la izquierda, está la “roca flotante”. Su leyenda, que alude al amor de una doncella, Seonmyo, figura en el libro de historia del siglo XIII Recuerdos de los tres reinos (Samguk yusa). Pero prefiero la historia contada por mi abuela:
“Cuando el rey de Silla decidió construir un templo aquí para proteger la zona con el poder de Buda, el Preceptor Nacional Uisang vagó por el paso de montaña en busca de un lugar adecuado. Un día, izó una gran piedra con su dedo índice y la lanzó volando hacia el cielo. La roca se convirtió en una nube negra y flotó durante siete días, dejando fuertes lluvias hasta que finalmente bajó, y bendijo este lugar. Pero en realidad nunca tocó el suelo, por lo que, si incluso hoy colocas una cuerda bajo de la roca y tiras de ella, la cuerda no se romperá”.
Me encanta la vista desde la pagoda tras el santuario hacia la doncella; los aleros elevados en las esquinas del Salón de la Vida Infinita; las crestas del monte Sobaek, más allá del Salón del Paraíso, subiendo, bajando y desvaneciéndose como una fuga; y la luz del atardecer, asombrosamente hermosa al posarse sobre esas onduladas crestas.
El camino tras la pagoda conduce a un edificio tranquilo y modesto con un techo a dos aguas: el Salón de los Patriarcas, donde se consagra un retrato de Uisang. Me siento en la base limpia y sin adornos del pasillo y, mientras pienso en la roca gigante que dicen flota en el cielo en las noches tranquilas y miro hacia abajo sonriendo a los niños dormidos, extraño a mi abuela.